Artículo del blog Migraciones.Reflexiones cívicas.
En un mundo aparentemente globalizado, desplazarse por él sigue
significando para muchos tener que apostar literalmente el único capital
que disponen: la propia vida. La morgue de la isla italiana de
Lampedusa, que alberga cuerpos de centenares de ahogados huyendo de la
miseria, nos recordará para siempre que esto no son meras palabras.
Entre todos, sobre todo entre quienes formamos parte de los países más
desarrollados, hemos escrito un nuevo y atroz capítulo de la historia universal de la infamia.
El pasado jueves 3 de octubre, al menos 311 personas murieron, entre ellas niños y mujeres embarazadas, a causa del incendio y posterior naufragio de un barco con cerca de 500 inmigrantes a bordo frente a las costas de la isla italiana de Lampedusa, un nombre con míticas resonancias literarias y que hoy es acreedor de una tenebrosa fama. En ese barco de mala muerte viajaban, sobre todo, personas originarias de Eritrea y Somalia, una de las regiones más míseras del planeta (el Cuerno de África), azotada por hambrunas y guerras civiles sin cuartel. No pretendían alcanzar el territorio por esa vía tan peligrosa por un desbocado afán de aventura, sino porque les estaban cerradas, o se encontraban fuera de sus posibilidades, las vías habituales en nuestro tiempo para acceder a otro país situado a miles de kilómetros. El avión y, sobre todos, los controles fronterizos en los aeropuertos eran para ellos vías vedadas. Eran hombres que, como dice Sami Naïr, corrían “al encuentro de la tragedia para huir de su destino infernal”.
“Seguirán viniendo y seguirán muriendo, porque la historia ha demostrado que no hay muro capaz de contener los sueños” (Rosa Montero)
No cabe reaccionar como si nos encontrásemos ante una catástrofe
natural. La indiferencia ante el infortunio de gran parte de la
población mundial no es ajena a esta tragedia y tantas otras similares
que le han precedido. Por su envergadura – si no es superada por otras
mayores – permanecerá en nuestra pequeña memoria como un motivo de
vergüenza para la opulenta Europa. La legislación anti-inmigratoria
europea, alentada por una desmesurada obsesión por la seguridad y
marcada por un evidente sesgo policial, y, en concreto, la xenófoba ley
italiana nº 189 (de 2002), conocida como ley Bossi-Fini, también tienen
su parte en el drama. La ley italiana no sólo penaliza la asistencia
humanitaria (incluido el auxilio a náufragos) a los inmigrantes sin
permiso de entrada, sino que además obliga a los funcionarios públicos a
denunciarlos, de modo que los inmigrantes que consiguieron sobrevivir
pueden enfrentarse a multas de hasta 5.000 euros.
Los movimientos migratorios son ahora percibidos de un modo bastante
semejante a como antaño lo fue el proletariado: “un fantasma recorre el
mundo y es el fantasma de la migración” (Hardt y Negri 2002, 202). En Europa, muy particularmente, ganan audiencia las actitudes anti-inmigrantes, cuando no abiertamente xenófobas.
Crece el apoyo electoral a los partidos populistas decididamente
intolerantes y xenófobos. Los inmigrantes sufren en propia carne la
discriminación y la pérdida de derechos. Entre otros hechos recientes,
Francia ha estigmatizado a los rumanos de etnia gitana y España, a
partir del verano de 2012, ha retirado la tarjeta sanitaria, que da acceso a la atención pública, a los inmigrantes que viven ilegalmente en el país. Cada uno pone su granito de arena en esa infame tarea de excluir a los parias de la tierra.
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